miércoles, 25 de agosto de 2010

MONTEAGUDO, UN MUJERIEGO SIEMPRE REVOLUCIONARIO. Opinión.

 Monteagudo, un mujeriego siempre revolucionario.

                        Un intérprete del potencial femenino en la lucha de liberación americana,
que además precursara una evolución de género que aún inquieta al Poder en este siglo.  
                       
                                                                       Eduardo Pérsico.

En cuanto cada palabra arrastra su propia memoria, decir Monteagudo convocaría en el imaginario a un seductor culto y más bien  desprejuiciado, según en verdad lo era, y rodeado por mujeres en alguna reunión social de la época. Lo mismo, la histórica figura de Bernardo de Monteagudo registra una bibliografía nutrida y ardua en repasar con brevedad: nació en Tucumán en 1789 y murió asesinado en Lima, Perú, en 1825. Recibido de abogado en Chuquisaca en 1808, por mayo de 1809 promovió una rebelión contra la autoridad virreinal. Pronto encarcelado, con la ayuda de una mujer huyó hacia Potosí a integrar el ejército comandado por Juan José Castellí, un compatriota de pensamiento afín. A los veinte años ya poseía una inteligencia y cultura no sólo apreciada por las mujeres: leía inglés, a Voltaire en francés y según José María Carreño y Burdett O’Connor, militares al servicio de Colombia por 1822, ‘ese coronel de San Martín dominaba ambos idiomas’.

En esa época inquietante y tras los triunfos patriotas de 1818 en Chacabuco y Maipú, cuarenta oficiales españoles llegaron prisioneros a la provincia de San Luis, con orden de San Martín al gobernador Dupuy de ‘atender a los prisioneros conforme a su posición’. Quienes se alojaban en casas particulares tendrían más posibilidad de algún romance y el español Primo de Rivera intimaría con la hermana del coronel Pringles, también pretendida por el enviado de San Martín, Monteagudo, quien le exigiera a Dupuy controlar más a los prisioneros. Los mismos se rebelaron secuestrando al gobernador el 8 de febrero de 1819 y murieron todos ante un grupo de Facundo Quiroga, salvo Primo de Rivera que se suicidara y un tal Marcó del Pont que no participara de la revuelta.
En ‘Monteagudo y el Ideal Panamericano’, de Editorial Tor, 1933, Máximo Soto Hall describe a Monteagudo según la escritora M. Soneyra, que lo conociera en San Luis: ‘en política era impulsivo, violento, desdeñoso, de despertar odios y envidias, pero su inteligencia radiante y obtenía la pronta admiración de las señoras. Su porte arrogante y la piel morena y pálida remitía a razas tropicales y en sus pupilas oscuras brillaba la bravura del hijo de las pampas. Algo monárquico, lucía zapatos con hebilla de plata, guantes de gamuza y alfiler de brillantes en la pechera’. Y esta señora Soneyra, una más, ensalza la  delicada ceremonia para encantar al contingente femenino. Al parecer y en lo formal Monteagudo fue un mulato muy seductor, más el fervor mujeril lo fortalecía su revolucionaria prédica sobre la potencial utilidad de ellas,  en una instancia que podría modificar hasta su proyecto de género. En ‘A las Americanas del Sud’, que luego  reproducido en Perú le trajera algún dilema político, él sostuvo que ‘mientras la sensibilidad sea el atributo de nuestra especie, la belleza será el árbitro de nuestras afecciones. Y señoreándose el sexo débil del robusto corazón del hombre, sería ese el mejor modelo de la costumbre pública y vuestra más preciosa inclinación’. Halago tendiente a incitar la hoy llamada militancia feminista: ‘estimular y propagar el patriotismo implica que la señoras americanas ejerzan la virtuosa resolución de no apreciar sólo al joven ilustrado y moral, sino también al patriota amante sincero de la libertad y enemigo irreconciliable de los tiranos. Si las madres y las esposas inspiraran a estos sentimientos, y si quienes por su atractivo de la juventud emplearan el artificio de su belleza en conquistar desnaturalizados, cuántos progresos haría nuestro sistema’. Muchas mujeres de hoy suscribirían ese documento, y al margen de la contradicción monárquica de Monteagudo tan propia por entonces, anunciar a las mujeres que ellas eran decisivas en esa lucha de liberación, nos muestra su  perfil más revulsivo. Así las cosas, esas ideas y palabras de Monteagudo publicada en la Gaceta de Buenos Aires por 1812, San Martín las retoma y despliega en una arenga en julio de 1821: ‘Limeñas, la naturaleza y la razón exigen emplear todo vuestro influjo para acelerar esta guerra sacrílega donde los españoles combaten contra lo más sagrado, la voluntad universal y el derecho de los hombres. Den cooperación a la gran obra de libertar al Perú, como lo hacen con vuestro encanto y el temple de vuestras almas’. Y un año después, julio de 1822, por esta constante difusión de su avanzado pensamiento, al ‘Ministro de Estado don Bernardo Monteagudo’ lo atacan los privilegiados de Lima. Indignados contra la creciente independencia femenina y un decreto contra el juego de azar, pasión dominante en esa sociedad, el grupo más adinerado defendió su patrimonio aduciendo, - según es norma habitual- un ataque a la libertad personal y ‘un gravísimo ultraje a la dignidad social’. Las ideas ‘volterianas’ de Monteagudo sobre la religión, el uso de la capa y lo relativo al luto y los entierros, más la prohibición del juego hasta en casa de familia, lo obligaron a partir de Lima en agosto de 1822 pese a la tibia defensa de algunas damas. Monteagudo tuvo un paso  por América Central y el acercamiento con Simón Bolívar, quien pese a ser cuestionado antes por él valoraba la tendencia de su ideario. Vuelto a Lima, Monteagudo se dedicaría por encargo de Bolívar a lograr en 1826 la unión hispano americana en un congreso a realizarse en Panamá, al que jamás llegaría en cuanto fue apuñalado en enero de 1825 yendo a casa de Juana Salguero. Lo siguiente no pertenece a su vida de cuantiosos, verdaderos y supuestos amoríos, pero sí a la recordación de un auténtico revolucionario americano. (octubre 2010)

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