Debo decir, señora, que ya es tiempo de cambiarnos el trato.
De rozarnos un poco más al saludarnos, digamos, más de cerca,
ausentes que sus hijos y los míos,
esos algo más que indiferentes,
no aprecien ni sospechen que me aferro a
su blusa al decir ‘hola’,
y usted sonríe al callar que le ha gustado.
O que aguarda más que una caricia al paso,
al desgaire, ternura pasajera de algún desconocido,
sino un apriete más audaz y sustantivo que le brinde mi mano,
un toque anunciación,
no que le augure el reino de los cielos; ¿para qué tanto?
pero al menos le convoque tibieza debajo de su falda
en mitad del salón, y sin testigos.
Porque usted y yo, señora, en este instante,
defendemos la vida como pocos, al desprender
botones tras la piel intocada de su torso anhelante,
y sus caricias de camisa abierta al vello de mi pecho.
Sí, lo sabemos, somos grandes
si contamos los años y algún nieto,
pero los labios saben recorrer por donde
y diestros son los dedos contra mi cinturón y su corpiño.
Y el clima a desnudez, tan implacable y sin aviso,
ya nos tendió en la cama enteramente.
Si al fin, esto es lo cierto, nuestras bocas y manos comprendieron
que no existe el ‘demasiado tarde’
ni frases ya escuchadas de remontar pasados,
ni secretos perpetuos para siempre y por nada.
La verdad de la especie entró en nosotros,
en todos los sentidos a pleno y sudorosos,
a culminarnos juntos en el gemido mutuo
de este único cuerpo, que es el suyo y el mío
Y acaso sea el momento, mi amor, de empezar a tutearnos.
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